Cada día, frente
a la iglesia del Oeste en Amsterdam, una larga cola de visitantes dobla la
esquina donde confluyen Prinsengracht y Westermark. La fila avanza lenta y
pacientemente en dirección a la entrada de Anne
Frankhuis, la casa donde Anna Frank, una niña judía, estuvo escondida
durante dos años junto con sus padres, su hermana, el matrimonio Van Pels y su
hijo, y Fritz Pfeffer, un dentista al que las dos familias decidieron ayudar.
La familia
Frank había emigrado de Alemania en 1933 huyendo de la política nazi. Otto
Frank había establecido su empresa de condimentos alimenticios en Amsterdam.
Fue una buena época hasta que en 1940 Hitler invadió los Países Bajos y comenzó
la represión contra los judíos.
Ante la
amenaza de ser deportados, el padre de Ana y Van Pels, su socio, con la ayuda
de los empleados de la oficina, fueron preparando un escondite en el edificio
de la empresa. El momento de pasar a la clandestinidad llegó cuando Margot, de
16 años, hermana de Ana, de 13, recibió una citación de la SS en la que le
notificaban que debía presentarse para ser enviada a un campo de trabajo.
La casa de Ana Frank |
El 6 de junio
de 1942 los Frank y los Van Pels se trasladaron al escondite donde vivieron
hasta el 4 de agosto de 1944. Habían sido delatados y policías de la SS armados
los detuvieron. Días después fueron deportados a distintos campos de exterminio.
Por esas fechas se recurría menos a las cámaras de gas, pero las condiciones de
vida eran terribles.
Anna y su hermana murieron a causa del tifus, en marzo de
1945, en el campo de concentración de Bergen-Belsen. Sólo faltaban dos meses
para el final de la guerra y se seguía matando con usura (como escribía un
personaje de Los girasoles ciegos);
continuaban los bombardeos en las ciudades alemanas, y los presos confinados en
los campos morían por epidemias e inanición. De los ocho escondidos de la casa
sólo sobrevivió Otto Frank, el padre de Ana.
La casa Ana
se encuentra en el número 263 de Prinsengracht. En los años 50 el edificio,
casi en ruinas, estuvo a punto de ser demolido. Gracias a la movilización de un
grupo de ciudadanos se logró conservar el lugar como un símbolo de lo que
sucedió. La gran difusión del diario en el mundo, así como las versiones para
el cine y el teatro, ayudaron a que la casa se convirtiera en un lugar de
memoria. El museo se abrió en 1960 y fue ampliándose hasta que en 1999 se
inauguraron las nuevas instalaciones, que ocupan el 265 y el 267 de
Prinsengracht.
En España, para la generación nacida
en los años 60, la historia de Ana Frank, supuso uno de los primeros
acercamiento al drama del Holocausto. Entonces sólo se conocía la versión del
diario editada por Otto Frank, quien había censurado una parte considerable de
lo que su hija escribió. Ana pasó su adolescencia en la “casa de atrás”, como
llamó a su escondite. A través de sus textos asistimos a los cambios que se
producen en su cuerpo y a las reflexiones y contradicciones de su mente, en una
etapa hermosa y complicada en la evolución de cualquier ser humano.
Ana estaba madurando entre cuatro paredes, rodeada de los mismos rostros que se enfrentaban a una rutina diaria. Su puente al exterior eran sus protectores, los trabajadores de la oficina que visitaban a menudo el escondite y les abastecían de todo lo necesario para vivir. Ana escribe sobre la relación con su madre, con la que no congenia, disecciona las delicadas situaciones de convivencia, las rencillas diarias, la mezquindad o la grandeza de los habitantes de la casa de atrás. Nos cuenta detalles de la vida cotidiana: la comida, la limpieza, el horario, el estudio, las lecturas. Ana también despierta al sexo e intenta vivir un amor.
Prinsengracht. En el número 263 está la casa de Ana Frank |
Nada extraño hay el diario que no
recuerde los diarios de tantas chicas inteligentes, despiertas, impetuosas,
sensibles, y con grandes deseos de ser escritoras. Ana disfrutaba escribiendo,
era su gran pasión y lo que salvaba del desánimo. Así, en la primavera de 1944,
cuando oyeron por la radio que el ministro de Educación en el exilio dijo que
después de la guerra se haría “una recolección de diarios y cartas relativos a
la guerra”, para que perdurara la memoria de tanto sufrimiento, Ana se ilusionó
y comenzó a pasar a limpio su diario, sin dejar de seguir escribiendo nuevas
entradas, con su habitual forma de carta.
Otto Frank murió en 1980 y legó los
originales de Ana al Instituto Holandés para la Documentación de Guerra de
Amsterdam (en la actualidad el Instituto para la Documentación de la Guerra, el
Genocidio y el Holocausto). Ante la continua polémica sobre la posible falsedad
de los diarios, el Instituto llevó a cabo una investigación en la se comprobó
la autenticidad de los escritos. Más tarde se realizó una edición, hasta ahora
canónica, del Diario, donde se recogen también cinco páginas nuevas aparecidas
en 1998.
Todos los días numerosos turistas y
visitantes cumplen con el ritual de acercarse a Anne Frankhuis. Muchos soportan largas colas para acceder a la
famosa “casa de atrás”, sin muebles, con las señales en la pared en la que el
padre de Ana había ido midiendo a sus hijas, con las fotos y los recortes de
revistas en la habitación de la chica. Una vez en la casa, en respetuosa fila,
el visitante contempla lo poco que hay que ver, la luz de una bombilla, el
wáter de cerámica decorada, el fregadero, y la estantería que conduce a la casa
de atrás.
Sólo una maqueta recuerda la
disposición de los muebles y los objetos. Otto Frank no quiso que se amueblaran
las habitaciones, como un símbolo del vacío que dejaban los desaparecidos. Pero
también era una realidad; la deportación iba acompañada del expolio. Los
escondidos pertenecían a familias acomodadas. Los abuelos de Ana habían sido
ricos, y su familia continuaba en buena posición.
Aquel escondite en Prinsengracht era
un lugar privilegiado, y Ana lo sabía y lo recordaba en sus escritos. Por la
radio seguían esperanzados la evolución de la guerra, mientras que sus
protectores los mantenían en contacto con el mundo exterior más cercano, el de
Amsterdam, las deportaciones, el hambre, los niños vestidos con harapos, las
consecuencias de los ataques aéreos, los fusilamientos, los robos. Y el miedo
iba creciendo a la vez que Ana crecía. El miedo a los bombardeos, a caer
enfermos y no poder ser atendidos, a ser descubiertos. El miedo se convirtió
una noche en una cubeta llena de excrementos. Alguien había entrado en el
edificio y nadie podía moverse, ni ir al baño.
La casa de Ana Frank podría
considerarse uno de tantos lugares turísticos. Pero la
casa es algo más que eso, es un lugar de memoria. Hoy, 70 años después de la muerte de
Ana Frank, el lugar donde estuvo escondida esa niña y, sobre todo, la lectura de su
diario, nos recuerdan aquello que nunca más, a ningún ser humano, le debería suceder.
Podéis hacer una visita virtual a la
casa de Ana Frank en este enlace: CASA DE ANA FRANK
El texto y las fotografías de esta entrada pertenecen al
blog De nada puedo ver el todo
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